Me resultarĂa imposible escribir en forma neutral sobre Bobby Fischer aunque lo intentara. NacĂ el año en que logrĂł el puntaje perfecto en el Campeonato norteamericano de 1963, 11 victorias sin ningĂșna derrota o tablas. SĂłlo tenĂa 20 entonces, pero era obvio desde hacĂa años que estaba destinado a convertirse en una figura legendaria. Su libro, My 60 Memorable Games, fue una de mis primeras y mas atesoradas posesiones en material de ajedrez. Cuando Fischer arrebatĂł la corona mundial a mi compatriota Boris Spassky, en 1972, yo ya era un fuerte jugador de club que seguĂa cada movida que llegaba desde ReykjavĂk. El norteamericano habĂa aplastado a otros dos grandes maestros soviĂ©ticos en la ruta hacia el match por el tĂtulo, pero habĂa muchos en la UniĂłn SoviĂ©tica que admiraban en silencio su descarado individualismo y su sorprendente talento. Soñaba con jugar contra Fischer algĂșn dĂa, y nos convertimos, eventualmente en competidores, de algĂșn modo, aunque fue en los libros de historia y no sobre el tablero. DejĂł el ajedrez competitivo en 1975, abandonando el tĂtulo que habĂa codiciado tanto durante toda su vida. Pasaron diez años antes de que yo ganara el tĂtulo al sucesor de Fischer, Anatoly Karpov, pero rara vez un entrevistador perdĂa la oportunidad de traer a colaciĂłn el nombre de Fischer. “¿VencerĂa a Fischer? ¿JugarĂa contra Fischer si volviera? ¿Sabe dĂłnde estĂĄ Bobby Fischer?”.
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