Amuletos, rituales, supersticiones… los grandes jugadores de todas las épocas, a pesar de ser tenidos por personas extremadamente racionales, siempre han sido proclives a este tipo de creencias o costumbres extravagantes. El siguiente artículo nos acerca a algunos de los hábitos más curiosos de los ajedrecistas, y particularmente, de uno de ellos: Garry Kasparov.
Cuando se observa a un ajedrecista sometido a la tensión de un torneo, pronto se descubren ciertos patrones en su comportamiento, determinadas cosas que repite partida tras partida. Algunas pasan por ser simples costumbres, otras podríamos calificarlas de manías, y buena parte son, decididamente, supersticiones. Aunque no siempre es fácil distinguir qué es hábito y qué es superstición.
Pongamos por caso Kasparov. Durante el torneo de Linares, solía cumplir unos horarios estrictos, y salvo muy rarísimas excepciones, siempre comía exactamente a la misma hora. También era normal que repitiera el mismo menú un día sí y otro también, sin apenas variar.
Hasta aquí, todo muy normal y muy prudente incluso. La rigidez de horarios puede entenderse como un deseo de mantener cierta disciplina, mientras que la fidelidad al menú evita que puedan surgir sorpresas desagradables, en forma de digestiones pesadas, etc., que resulten molestas después durante la partida.
Resulta ya más difícil de explicar con argumentos racionales su empeño por ocupar siempre la misma mesa del restaurante, día tras día y año tras año, teniendo en cuenta que ésta no tiene nada de especial desde ningún punto de vista. Los camareros del Hotel Aníbal relatan divertidos la pugna que durante algún tiempo mantuvieron Karpov y Kasparov por apropiarse de esa mesa: en un par de ocasiones, Tolia se adelantó a su rival y le robó el sitio. Kasparov, al entrar al restaurante y ver a su peor enemigo comiendo en “su” mesa, se largó de allí como alma perseguida por los demonios, y pidió que le subieran la comida a su habitación. Si no era en la suya, no comería en ninguna otra mesa del restaurante.
Cuando Karpov dejó de ser uno de los participantes “fijos” de Linares, la mesa pasó a ser prácticamente “propiedad de Kasparov”, y tan sólo el despistado Ivanchuk osaba ocuparla ocasionalmente. La casualidad es que la última vez que lo hizo, Chucky jugó una de sus partidas más memorables (Linares 1999, penúltima ronda frente a Topalov, galardonada con el premio de belleza), y eso no pasó inadvertido para Kasparov, quien tomó cumplida nota.
También hay tres rituales que Kasparov sieguía religiosamente antes de cada partida. Primero, antes de salir al escenario, dejaba escondida entre bastidores una tableta de chocolate, de una marca rusa en particular cuyo nombre (traducido al español) significa “Inspiración”, que Kasparov se traía de Moscú y consumía en grandes cantidades durante el torneo. “Inspiración que no falte”, debía de ser su lema. Alguna vez que el chocolate quedó demasiado a la vista, fue descubierto por los otros jugadores, y resultaba divertido verles mirándolo golosamente (En el último Linares, sospecho que alguien más aparte de su propietario le dio un mordisco a la tableta).
Después, una vez sentado frente al tablero, Kasparov toqueteaba una por una todas las piezas, asegurándose de que están en su sitio, y centrándolas milimétricamente en su correspondiente casilla. Finalmente, una vez hecho todo esto, se quitaba su reloj, un lujoso Audermars-Piguet de oro, y lo depositaba a un lado sobre la mesa. Aunque esto último de superstición no tiene nada, ya que se debía más bien a un contrato publicitario que Kasparov mantenía con la citada marca y que le reportaba una sustanciosa suma anual. Cosas del márketing.
Otra “tradición” curiosa de Kasparov, no muy conocida, nos la contaba Paco Albalate (miembro del equipo organizador de Linares) en una entrevista para el programa “Todoajedrez”, de Canal Sur. Resulta que ciertos utensilios que el ruso utilizaba en su habitación, como su almohada y sus tazas de desayuno, eran siempre los mismos año tras año. Albalate actuaba como depositario de estos objetos personales, encargándose de guardarlos celosamente en su casa entre una edición y otra del torneo. Por lo que se ve, la canosa cabeza del genio necesitaba una almohada especialmente mullida para descansar como es debido.
¿Manías o supersticiones? Todo lo anterior puede interpretarse como un intento de sentirse “como en casa”. Las personas que llevan una vida prácticamente nómada, como es el caso de Kasparov, se sienten reconfortadas si tienen a su alrededor algunos objetos que resulten familiares, y si pueden tratan de cumplir con una serie de rutinas mientras permanecen en lugar que toque en cada momento. Es, según interpreto de mi experiencia propia, una forma bastante común de intentar combatir el desarraigo (aunque no sé si eficaz). Además, estar continuamente rodeado de cosas nuevas puede resultar excitante, pero no ayuda en absoluto a concentrarse. “La monotonía es buena compañera del escritor”, coinciden en decir muchos grandes autores, y supongo que lo mismo es aplicable a los jugadores de ajedrez.
Sin embargo, entramos ya claramente en el terreno de la superstición para explicar algunas otras costumbres. Por ejemplo, el apego que tiene Kasparov por utilizar siempre el mismo bolígrafo para anotar sus partidas, una manía común a muchos otros ajedrecistas. Ésta es, con toda seguridad, la superstición más extendida, incluso entre aficionados.
En Linares 1999, antes de su partida de la sexta ronda ante Leko, Kasparov se dio cuenta al llegar al escenario que había olvidado su bolígrafo, y comenzó a buscarlo nerviosamente por todos sus bolsillos. La fotógrafa Cathy Rogers se percata de lo que ocurre y le ofrece uno, pero Kasparov le hace un gesto que viene a querer decir: “gracias, pero no, yo quiero el mío”. Y hasta que su madre apareció dos minutos después con el apreciado bolígrafo, Garry no rellenó la planilla.
“Creo que todos nosotros tenemos supersticiones. Pero opino que lo supersticioso que sea uno sólo depende de cuán fuertes sean esas creencias. Algunas personas están completamente dominadas por ellas. Otros, simplemente siguen unos rituales, pero eso no ocupa demasiado su mente. En mi caso, tengo predilección por el número 13. Nací el 13 de abril. Soy el 13º Campeón Mundial. Mi nombre tiene 13 letras (nota: esta afirmación es la que me lleva a mí a sostener que la forma correcta de escribir su nombre es Garry, con doble erre). Así que, naturalmente, busco cualquier cosa relacionada con el número trece para sentirme cómodo. Pero al final del día, yo sé que esto es sólo una superstición y que quizás no va a funcionar. Eso no quita para que si descubro algún trece a mi alrededor, esto me haga sentirme feliz”, admite el propio Kasparov en una entrevista.
Según cuentan algunos de los que han compartido más viajes con él, Kasparov tuvo también durante algún tiempo la costumbre de solicitar en los hoteles una habitación cuyo número acabase en trece. Una petición difícil de satisfacer, pues en muchos establecimientos se saltan este guarismo al numerar las habitaciones, del mismo modo que en la mayoría de los rascacielos no existe la planta 13 (se suele destinar a servicios, como es el caso, por ejemplo, del Hotel Bali en Benidorm), o que en aviación -desde hace años- no se emplea ni en la “matrícula” de los aviones ni en la numeración de los vuelos.
Curiosamente, esta afición desmedida a buscar el número trece por todas partes la comparte también Korchnoi, cuyo carácter un tanto maniático no hace sino acentuarse con los años. Ambos tienen también otra cosa extraña en común: Tanto Kasparov como Korchnoi consideran a Karpov como la viva imagen de la superstición. Algo así como un gato negro para ellos.
En concreto, ambos mencionan una superstición del propio Karpov que es muy conocida: la de no cambiarse de traje mientras el viento sople a su favor en el correspondiente torneo. “Karpov (…) es el individuo más supersticioso que he conocido en mi vida. No es fácil que cambie de camisa, traje o corbata. Primero, uno tiene que ganarle una partida, y entonces él ya se preocupará de la higiene”, dice desdeñosamente Korchnoi en su libro “Anti-chess”. Lo mismo reseña Kasparov en “Hijo del Cambio”, hablando de su match de 1984, cuando Karpov estaba a un solo punto de derrotarle: “El último golpe iba a asestarse en la partida 31, o al menos ése era su plan. Karpov se había puesto un traje nuevo para la ocasión. En cierto sentido eso me agradó, porque ya era tiempo de cambiar. Él había estado vistiendo la misma ropa todo el tiempo”.
Jan Timman también hace alusión a esta costumbre en un artículo publicado años atrás (revista “New in Chess” 1994, nº4, pág. 34) sobre este mismo tema, y que aporta algunos detalles más: “Yo, francamente, me inclino por decir que Karpov es un hombre muy práctico. Cuando se da cuenta de que su rival está especialmente irritado por algo, no duda en aprovecharse de ello. Yo incluso llamaría a ese hábito de no cambiar de traje hasta sufrir una derrota una superstición práctica, que es básicamente el deseo de un jugador de sentir buenas vibraciones y un agradable estado de la mente. A Karpov le gusta llevar una corbata roja cuando juega contra otros ajedrecistas rusos, le gusta seguir usando el mismo bolígrafo con el que ha ganado alguna de sus mejores partidas… Y tan pronto como pierde un encuentro anotado con ese bolígrafo, lo deja a un lado con enojo”.
Otro gran supersticioso era el legendario Alexander Alekhine, que siempre tenía cerca a los gatos de su mujer. El más famoso de ellos era un siamés que respondía al nombre de “Chess”, ganador de varios premios de belleza gatuna, y que a menudo se acercaba al tablero a olisquear las piezas, con total permisividad de su dueño. ¿Habrá animal que despierte más supersticiones? Varias personas le preguntaron a Euwe si no le molestaba tener a esos gatos rondando a su alrededor durante sus encuentros con Alekhine, pero el holandés era imperturbable: “No tonteaban demasiado”, solía responder.
En efecto, Timman señala a Euwe como uno de los ajedrecistas más inmunes a este tipo de supersticiones, y expone una interesante teoría al respecto: “Una vez que consideras el ajedrez como una profesión, pierdes completamente el equilibrio social y te encuentras a ti mismo asaltado por factores aleatorios influyendo en tu tan necesaria forma ajedrecística. A menudo estos factores están relacionados con la superstición o parecen ser expresiones directas de ésta. Euwe, en cambio, era uno de los pocos jugadores de alto nivel que se mantuvo como amateur durante toda su vida, y quizá por eso no le afectaban esas cosas”.
Sin embargo, la simpatía que Alekhine tenía a sus propios mininos se tornaba en pavor hacia cualquier otro gato. En la vigésimo primera partida de su primer match con Euwe (el de 1935) sucedió algo que retrasó el comienzo del encuentro en casi una hora. Alekhine se alojaba en el Hotel Carlton de Amsterdam (un augusto edificio situado frente al mercado flotante de las flores, por si alguien tiene ocasión de ir allí), que se encuentra a cierta distancia de Ermelo, donde se había de disputar la partida. Como todos los días, un chofer pasó a recoger al Campeón del Mundo para llevarle hasta la sala de juego. Y entonces sucedió que, durante el viaje, se cruzaron por dos veces en el camino de un gato. Víctima de un ataque de repentino pánico, Alekhine insistió en hacer el resto del trayecto en tren, y pidió al conductor que le dejase en la estación más cercana. Así fue que Alekhine llegó jugar tarde, alterado, y según algunas fuentes bastante bebido también. La victoria de Euwe, como era de esperar, fue clara y convincente.
Cuando se observa a un ajedrecista sometido a la tensión de un torneo, pronto se descubren ciertos patrones en su comportamiento, determinadas cosas que repite partida tras partida. Algunas pasan por ser simples costumbres, otras podríamos calificarlas de manías, y buena parte son, decididamente, supersticiones. Aunque no siempre es fácil distinguir qué es hábito y qué es superstición.
Pongamos por caso Kasparov. Durante el torneo de Linares, solía cumplir unos horarios estrictos, y salvo muy rarísimas excepciones, siempre comía exactamente a la misma hora. También era normal que repitiera el mismo menú un día sí y otro también, sin apenas variar.
Hasta aquí, todo muy normal y muy prudente incluso. La rigidez de horarios puede entenderse como un deseo de mantener cierta disciplina, mientras que la fidelidad al menú evita que puedan surgir sorpresas desagradables, en forma de digestiones pesadas, etc., que resulten molestas después durante la partida.
Resulta ya más difícil de explicar con argumentos racionales su empeño por ocupar siempre la misma mesa del restaurante, día tras día y año tras año, teniendo en cuenta que ésta no tiene nada de especial desde ningún punto de vista. Los camareros del Hotel Aníbal relatan divertidos la pugna que durante algún tiempo mantuvieron Karpov y Kasparov por apropiarse de esa mesa: en un par de ocasiones, Tolia se adelantó a su rival y le robó el sitio. Kasparov, al entrar al restaurante y ver a su peor enemigo comiendo en “su” mesa, se largó de allí como alma perseguida por los demonios, y pidió que le subieran la comida a su habitación. Si no era en la suya, no comería en ninguna otra mesa del restaurante.
Cuando Karpov dejó de ser uno de los participantes “fijos” de Linares, la mesa pasó a ser prácticamente “propiedad de Kasparov”, y tan sólo el despistado Ivanchuk osaba ocuparla ocasionalmente. La casualidad es que la última vez que lo hizo, Chucky jugó una de sus partidas más memorables (Linares 1999, penúltima ronda frente a Topalov, galardonada con el premio de belleza), y eso no pasó inadvertido para Kasparov, quien tomó cumplida nota.
También hay tres rituales que Kasparov sieguía religiosamente antes de cada partida. Primero, antes de salir al escenario, dejaba escondida entre bastidores una tableta de chocolate, de una marca rusa en particular cuyo nombre (traducido al español) significa “Inspiración”, que Kasparov se traía de Moscú y consumía en grandes cantidades durante el torneo. “Inspiración que no falte”, debía de ser su lema. Alguna vez que el chocolate quedó demasiado a la vista, fue descubierto por los otros jugadores, y resultaba divertido verles mirándolo golosamente (En el último Linares, sospecho que alguien más aparte de su propietario le dio un mordisco a la tableta).
Después, una vez sentado frente al tablero, Kasparov toqueteaba una por una todas las piezas, asegurándose de que están en su sitio, y centrándolas milimétricamente en su correspondiente casilla. Finalmente, una vez hecho todo esto, se quitaba su reloj, un lujoso Audermars-Piguet de oro, y lo depositaba a un lado sobre la mesa. Aunque esto último de superstición no tiene nada, ya que se debía más bien a un contrato publicitario que Kasparov mantenía con la citada marca y que le reportaba una sustanciosa suma anual. Cosas del márketing.
Otra “tradición” curiosa de Kasparov, no muy conocida, nos la contaba Paco Albalate (miembro del equipo organizador de Linares) en una entrevista para el programa “Todoajedrez”, de Canal Sur. Resulta que ciertos utensilios que el ruso utilizaba en su habitación, como su almohada y sus tazas de desayuno, eran siempre los mismos año tras año. Albalate actuaba como depositario de estos objetos personales, encargándose de guardarlos celosamente en su casa entre una edición y otra del torneo. Por lo que se ve, la canosa cabeza del genio necesitaba una almohada especialmente mullida para descansar como es debido.
¿Manías o supersticiones? Todo lo anterior puede interpretarse como un intento de sentirse “como en casa”. Las personas que llevan una vida prácticamente nómada, como es el caso de Kasparov, se sienten reconfortadas si tienen a su alrededor algunos objetos que resulten familiares, y si pueden tratan de cumplir con una serie de rutinas mientras permanecen en lugar que toque en cada momento. Es, según interpreto de mi experiencia propia, una forma bastante común de intentar combatir el desarraigo (aunque no sé si eficaz). Además, estar continuamente rodeado de cosas nuevas puede resultar excitante, pero no ayuda en absoluto a concentrarse. “La monotonía es buena compañera del escritor”, coinciden en decir muchos grandes autores, y supongo que lo mismo es aplicable a los jugadores de ajedrez.
Sin embargo, entramos ya claramente en el terreno de la superstición para explicar algunas otras costumbres. Por ejemplo, el apego que tiene Kasparov por utilizar siempre el mismo bolígrafo para anotar sus partidas, una manía común a muchos otros ajedrecistas. Ésta es, con toda seguridad, la superstición más extendida, incluso entre aficionados.
En Linares 1999, antes de su partida de la sexta ronda ante Leko, Kasparov se dio cuenta al llegar al escenario que había olvidado su bolígrafo, y comenzó a buscarlo nerviosamente por todos sus bolsillos. La fotógrafa Cathy Rogers se percata de lo que ocurre y le ofrece uno, pero Kasparov le hace un gesto que viene a querer decir: “gracias, pero no, yo quiero el mío”. Y hasta que su madre apareció dos minutos después con el apreciado bolígrafo, Garry no rellenó la planilla.
“Creo que todos nosotros tenemos supersticiones. Pero opino que lo supersticioso que sea uno sólo depende de cuán fuertes sean esas creencias. Algunas personas están completamente dominadas por ellas. Otros, simplemente siguen unos rituales, pero eso no ocupa demasiado su mente. En mi caso, tengo predilección por el número 13. Nací el 13 de abril. Soy el 13º Campeón Mundial. Mi nombre tiene 13 letras (nota: esta afirmación es la que me lleva a mí a sostener que la forma correcta de escribir su nombre es Garry, con doble erre). Así que, naturalmente, busco cualquier cosa relacionada con el número trece para sentirme cómodo. Pero al final del día, yo sé que esto es sólo una superstición y que quizás no va a funcionar. Eso no quita para que si descubro algún trece a mi alrededor, esto me haga sentirme feliz”, admite el propio Kasparov en una entrevista.
Según cuentan algunos de los que han compartido más viajes con él, Kasparov tuvo también durante algún tiempo la costumbre de solicitar en los hoteles una habitación cuyo número acabase en trece. Una petición difícil de satisfacer, pues en muchos establecimientos se saltan este guarismo al numerar las habitaciones, del mismo modo que en la mayoría de los rascacielos no existe la planta 13 (se suele destinar a servicios, como es el caso, por ejemplo, del Hotel Bali en Benidorm), o que en aviación -desde hace años- no se emplea ni en la “matrícula” de los aviones ni en la numeración de los vuelos.
Curiosamente, esta afición desmedida a buscar el número trece por todas partes la comparte también Korchnoi, cuyo carácter un tanto maniático no hace sino acentuarse con los años. Ambos tienen también otra cosa extraña en común: Tanto Kasparov como Korchnoi consideran a Karpov como la viva imagen de la superstición. Algo así como un gato negro para ellos.
En concreto, ambos mencionan una superstición del propio Karpov que es muy conocida: la de no cambiarse de traje mientras el viento sople a su favor en el correspondiente torneo. “Karpov (…) es el individuo más supersticioso que he conocido en mi vida. No es fácil que cambie de camisa, traje o corbata. Primero, uno tiene que ganarle una partida, y entonces él ya se preocupará de la higiene”, dice desdeñosamente Korchnoi en su libro “Anti-chess”. Lo mismo reseña Kasparov en “Hijo del Cambio”, hablando de su match de 1984, cuando Karpov estaba a un solo punto de derrotarle: “El último golpe iba a asestarse en la partida 31, o al menos ése era su plan. Karpov se había puesto un traje nuevo para la ocasión. En cierto sentido eso me agradó, porque ya era tiempo de cambiar. Él había estado vistiendo la misma ropa todo el tiempo”.
Jan Timman también hace alusión a esta costumbre en un artículo publicado años atrás (revista “New in Chess” 1994, nº4, pág. 34) sobre este mismo tema, y que aporta algunos detalles más: “Yo, francamente, me inclino por decir que Karpov es un hombre muy práctico. Cuando se da cuenta de que su rival está especialmente irritado por algo, no duda en aprovecharse de ello. Yo incluso llamaría a ese hábito de no cambiar de traje hasta sufrir una derrota una superstición práctica, que es básicamente el deseo de un jugador de sentir buenas vibraciones y un agradable estado de la mente. A Karpov le gusta llevar una corbata roja cuando juega contra otros ajedrecistas rusos, le gusta seguir usando el mismo bolígrafo con el que ha ganado alguna de sus mejores partidas… Y tan pronto como pierde un encuentro anotado con ese bolígrafo, lo deja a un lado con enojo”.
Otro gran supersticioso era el legendario Alexander Alekhine, que siempre tenía cerca a los gatos de su mujer. El más famoso de ellos era un siamés que respondía al nombre de “Chess”, ganador de varios premios de belleza gatuna, y que a menudo se acercaba al tablero a olisquear las piezas, con total permisividad de su dueño. ¿Habrá animal que despierte más supersticiones? Varias personas le preguntaron a Euwe si no le molestaba tener a esos gatos rondando a su alrededor durante sus encuentros con Alekhine, pero el holandés era imperturbable: “No tonteaban demasiado”, solía responder.
En efecto, Timman señala a Euwe como uno de los ajedrecistas más inmunes a este tipo de supersticiones, y expone una interesante teoría al respecto: “Una vez que consideras el ajedrez como una profesión, pierdes completamente el equilibrio social y te encuentras a ti mismo asaltado por factores aleatorios influyendo en tu tan necesaria forma ajedrecística. A menudo estos factores están relacionados con la superstición o parecen ser expresiones directas de ésta. Euwe, en cambio, era uno de los pocos jugadores de alto nivel que se mantuvo como amateur durante toda su vida, y quizá por eso no le afectaban esas cosas”.
Sin embargo, la simpatía que Alekhine tenía a sus propios mininos se tornaba en pavor hacia cualquier otro gato. En la vigésimo primera partida de su primer match con Euwe (el de 1935) sucedió algo que retrasó el comienzo del encuentro en casi una hora. Alekhine se alojaba en el Hotel Carlton de Amsterdam (un augusto edificio situado frente al mercado flotante de las flores, por si alguien tiene ocasión de ir allí), que se encuentra a cierta distancia de Ermelo, donde se había de disputar la partida. Como todos los días, un chofer pasó a recoger al Campeón del Mundo para llevarle hasta la sala de juego. Y entonces sucedió que, durante el viaje, se cruzaron por dos veces en el camino de un gato. Víctima de un ataque de repentino pánico, Alekhine insistió en hacer el resto del trayecto en tren, y pidió al conductor que le dejase en la estación más cercana. Así fue que Alekhine llegó jugar tarde, alterado, y según algunas fuentes bastante bebido también. La victoria de Euwe, como era de esperar, fue clara y convincente.
[Escrito en Oviedo el 13 de noviembre de 2003; publicado en la revista Jaque-Practica el Ajedrez nº 21, correspondiente a diciembre de 2003]